Biblioteca. Jaime Vicens Vives: Aproximación a la Historia de España

Jaime Vicens Vives: “Aproximación a la Historia de España”

Centro de Estudios Históricos Internacionales (Madrid), 1952

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Autor del comentario: Conrado García Alix http://personales.ya.com/rpmg/cga/libcomhis/node29.html

Nada más alejado de una obra de divulgación que este libro, resultado de largos años de labor investigadora que hicieron de su autor una autoridad en casi todos los temas y períodos de nuestro pasado. No es una ”Breve Historia de España” accesible a personas que con ello pretendan evitar la consulta de síntesis más extensas, ni un prontuario para salir airoso un estudiante obligado a tener unos conocimientos mínimos. Creo, incluso, que no resulta recomendable su lectura sino a aquéllos que precisamente han reflexionado mucho sobre el tema y disponen de un bagaje suficiente de información, por encima de la que es corriente en los mismos profesionales (al menos en ciertos niveles de enseñanza). El prestigio de Vicens, en este caso, puede llevar a muchos a dar por sentado que todos los planteamientos del creador de la Escuela de Historia Moderna de Barcelona son incuestionables, cuando está claro que, por encima de todo, nuestro autor lo que pretende es algo muy diferente: su intención es abrir un debate que, lejos de apoyarse en tendencias historiográficas superadas (tanto en la metodología como en la perturbación contaminadora de intereses ideológicos), propicie una visión más cercana a la realidad de lo que ha sido la trayectoria de lo que llamamos España; él abre el camino, y lo hace, en el prólogo, con rotundidad crítica y, al mismo tiempo, con humildad: en el primer caso no da cuartel a la superficialidad, a los objetivos limitados de los eruditos, al formalismo imperante en las escuelas tradicionales, sin olvidar a los institucionalistas de influencia germánica; en el segundo repite una y otra vez lo efímero de muchas de sus conclusiones y la subordinación permanente de éstas a los resultados, inmediatos, de las investigaciones propias o de otros historiadores. Por ello, en la edición de 1962 (poco después de su prematura muerte) añade, en un epílogo atípico, unos comentarios que se centran sobre todo en lo que los franceses llaman ”el estado de la cuestión”, esto es, la situación del tema según las últimas investigaciones lo han dejado; y en gran parte de los casos Vicens opta por considerar que aún queda mucho por perfilar y, a veces, por verificar.

Vicens es un firme partidario de la ”Historia total” siguiendo las directrices de la escuela francesa de ”Annales”, y así lo hace constar en el prólogo hasta con insolencia: se propone hacer la historia del hombre común, no de las grandes superestructuras o de los grandes personajes. Pero al pasar a la ejecución de sus deseos le sale algo bastante diferente; no puede evitar que emerja, por encima de las limitaciones que impone una tendencia, por positiva que sea, un genio creador que está reservado a muy pocos y que desborda la autodisciplina. Un hombre como él hubiera sido un gran historiador en cualquier fase en que se encontrase el estudio de este conocimiento porque posee lo que otros se reparten: rigor analítico, capacidad de síntesis, riqueza de perspectivas y un admirable y envidiable estilo literario.

Abordar la lectura de este librito es un reto, pues obliga a un diálogo con el autor, que, desde su brillantez expositiva nos pide que no nos quedemos extasiados sino que le sigamos en su proyecto de clarificación. Ojalá pudiéramos haber tomado parte en las apasionantes sesiones de aquel seminario de la Universidad de Barcelona que por tantas referencias sabemos lo fructífero que fue. Tenemos que limitarnos, por desgracia, a debatir con la obra, no con el autor, sin la esperanza de contrastar nuestras ideas con este titán.

Aunque en la base haya un interés prioritario por saber cuál ha sido la andadura de los hombres que, a lo largo de los siglos, han habitado el suelo hispánico, la estructura de la obra responde más al campo de la filosofía de la historia aplicada a un caso particular. Desde la prehistoria al siglo XX el ”homo hispanicus” parece limitado por un entorno físico, dependiente de unas relaciones con otros pueblos que lo han explotado o enriquecido; participante, desde su definitiva vinculación a la historia universal, en las inquietudes, contradicciones y expectativas de sus homólogos más o menos cercanos, vitalista o pesimista en fases diversas de su devenir, solidario o insolidario consigo mismo, ávido de novedades o por el contrario estancado en un orgullo aislacionista. No hay, por tanto, un ”homo hispanicus” esencialmente distinto al prototipo de otro país, hay circunstancias que le han hecho moverse de un modo u otro y, lo que es más importante, hay circunstancias que le han obligado a moverse de un modo u otro; pocas veces ha sido protagonista de sí mismo porque sus dirigentes (políticos, sociales o religiosos) han hablado por él. Queda bastante claro que, en lo que a fracasos se refiere, poco hay que achacarle a ese pueblo, víctima más que culpable, que hasta cuando aparece en primer plano ignora que es inducido a ello por fuerzas interesadas (como muy bien resalta Vicens, por ejemplo, en el caso del levantamiento del 2 de mayo en Madrid).

El índice de la obra abarca veinte capítulos, desde el dedicado a los primeros pobladores hasta el que corresponde a nuestro siglo. Cada uno de ellos, a su vez, es un conjunto de reflexiones que intentan captar los rasgos definitorios del período y que también buscan interpretar de un modo inteligible el significado inmediato, pero también acumulativo, de los fenómenos que lo caracterizaron. Y en ambos aspectos vamos a considerar indistintamente el texto y el comentario consiguiente.

Procurando no ser demasiado prolijos, reduciremos por nuestra parte a lo más significativo o a lo más sugerente el caudal, amplio aunque concentrado, que el autor pone a nuestra disposición: el escepticismo planea en su valoración de los resultados aportados por la arqueología (cap. 1 y 2 ), y aquí hay que presuponer que su opinión habría variado tras los espectaculares avances del conocimiento de la prehistoria y protohistoria que se han producido en los últimos treinta años; pero nos quedamos, también, con una aseveración que sigue siendo válida y que cada vez está más asentada en la investigación especializada: que los fenómenos invasores y colonizadores tuvieron una implantación mucho mayor a nivel de aculturación que en el terreno antropológico puro. Es, por otra parte, discutible la conclusión de que en la etapa romana se crea la estructura latifundista andaluza que, sin cambios, llegará hasta ahora (contradictoria con otra en la que atribuye a Fernando III lo mismo); no enfatiza Vicens la etapa romana como determinante del futuro, y en esto parece que sigue más a Américo Castro que a Sánchez Albornoz.

El capítulo 4, dedicado a los visigodos, nos proporciona una de esas acertadas expresiones-tipo de las que tantas le debemos, y, en este caso, la encontramos en el mismo título: ”el epigonismo visigodo”; no hay mejor forma de definir el pobre impacto cultural y humano que la presencia bárbara tuvo en España, a pesar de que tal pobreza coexistió con una rigidez social y una inestabilidad política que explican el rápido derrumbe de su dominio.

Del triunfo del islamismo resalta para el autor la tardía pero casi general conversión religiosa, minimizando por tanto el protagonismo mozárabe y resaltando el de los muladíes; el autor confiesa un cambio respecto a su anterior visión de la cuestión, pero se observa en el planteamiento un error, por desgracia frecuente, al confundir religión y lengua; es también significativo que al referirse en general a la problemática de la Edad Media, una a esta confusión una segunda de carácter racial, lo que le lleva a aceptar las tesis de una realidad plurirracial en la España de entonces que sólo avala la presencia de un puñado de árabes y otro no mucho mayor de bereberes; llamar ”raza”, por su parte, a los judíos no resulta tampoco apropiado, al menos en el lenguaje de hoy.

A partir del siglo X se configuran dos Españas, cada una ”imperial”: el legitimismo astur y leonés, que se retrotrae a la época visigótica, y el califalismo cordobés, que asume también la intención de dotar a España de una identidad político-religiosa. Frente al primero, y en su propio ámbito septentrional, surge una alternativa europeizadora representada por Navarra (principios del siglo XI) en su triple dimensión demográfica, religiosa y artística. Al mismo tiempo, la paralización de León, sumido en la imposibilidad de hacer viable su proyecto, permite a Castilla desembarazarse de tradiciones inútiles e iniciar un camino peculiar con un espíritu a la vez guerrero y democrático, que la convertirá en la gran beneficiaria de la descomposición del Califato.

Todo lo anterior coincide bastante con cualquier otra interpretación, salvo quizás la de Sánchez Albornoz, obstinado en ver en Castilla un fermento godo; y aquí le da la razón a Menéndez Pidal, que ve en el origen de Castilla sólo los componentes cántabro y vasco. Pero ya resulta más cuestionable el planteamiento del siguiente capítulo, ”invasiones africanas y la difusión del ideal de Cruzada”; hacer depender esto último del antecedente inmediato representado por la reacción almorávide resulta sugestivo, así como la ecuación ribat-órdenes militares que otros autores establecen o la traslación del espíritu de ”guerra santa” del mundo musulmán al cristiano. Como se sabe, los ideales religiosos que se plasmarán en las Cruzadas surgen en Europa en la primera mitad del siglo XI como contrapunto al anterior estado de expectación que el temor al fin del milenio representó, y sus impulsores primigenios serán el Papa y los normandos; ese espíritu entrará en la Península por los Pirineos y de él resultará ya el carácter de cruzada de la expansión aragonesa desde Barbastro a Huesca. Ahora bien, el fanatismo almorávide no deja de ser también un factor que, en el caso español, acentúa el sentido religioso del enfrentamiento; es en la zona del Guadiana donde el contacto, mimético y refractario al mismo tiempo, se manifestará en mayor medida. Esa nueva mentalidad trae consigo, además, según Vicens, una nueva forma de ocupación del territorio creando espacios favorables al desarrollo de la ganadería; así el ideal de reconquista sería contemporáneo del origen de la pugna entre ganadería y agricultura, con un avance de la primera en cada una de las fases posteriores; en la misma línea se producirá el cambio en la antes zona de campesinos libres del Duero, que caerán en la servidumbre. Reconquista y hegemonía de la ganadería sólo desde el siglo XI? Para Vicens los documentos anteriores que hablan de ideales religiosos no son lo suficientemente contundentes para atribuirles una traducción en la realidad histórica.

Los orígenes de la Corona de Aragón implican ya al autor con la problemática de su propio ámbito territorial, Cataluña. Que la iniciativa antimusulmana es múltiple está fuera de toda duda, y ese policentrismo justifica y avala el ”pluralismo hispánico” que Vicens ve nacer en la Alta Edad Media. Que la rápida respuesta franca, con el control sobre el territorio al norte del Llobregat, da a este espacio una particular trayectoria diferenciada, también deriva del simple conocimiento de los hechos; pero magnificar la importancia del abad Oliba, de la dinastía condal (no catalana) de Wifredo o del Código de los ”Usatges” de Ramón Berenguer para convertir los tres elementos en bases sólidas de la formación de una personalidad histórica nos mueve, hoy, a achacar a los historiadores catalanes los mismos defectos de valoración que éstos han lanzado contra la escuela nacionalista castellana; el camino del mito es irresistible, por lo visto, cuando el corazón del investigador entra en juego. La vinculación catalano-aragonesa desde 1137 tampoco es consecuencia de una decisión aragonesa de optar por una alternativa más equilibrada que la de la unión con Castilla, sino del interés catalán por disponer de un ”hinterland”. Aquí empieza la historia de una palabra, muy cara a Vicens, que con sentidos distintos aparecerá en diversos momentos posteriores de la vida de ese conglomerado territorial y humano: pactismo. La enorme fortuna que ha tenido este hallazgo de Vicens entre los demás historiadores lo han convertido ya en lugar común, y hasta ha perdido su carácter de concepto historiográfico para entrar a formar parte de lo que se cree que fue un rasgo consustancial de la nueva formación política: primero parece que significa ”pacto entre territorios”, equilibrio constitucional entre las dos partes de los dominios de la Casa de Barcelona; luego, en el siglo XIII, parece que es el pacto entre el rey y las clases privilegiadas de cada uno de esos territorios; finalmente, desde principios del siglo XV (Compromiso de Caspe) se convierte en un pacto entre el monarca y el pueblo representado en Cortes, llegando a ser éstas, por primera vez en Europa, las que eligen a su rey de entre la multitud de pretendientes, elección que, por otra parte, no fue del gusto de los representantes catalanes. Así pues, lo que fue un episodio común en la Europa de la Edad Media (creación de unidades políticas autónomas bajo un solo monarca, en virtud de lazos matrimoniales), lo que fue una consecuencia también de la generalizada preeminencia del particularismo aristocrático (que en Castilla se tradujo, no en documentos limitadores de la autoridad real, pero sí en el saqueo de sus recursos), y, en el tercer caso, una situación atípica, imprevista, determinada por la falta de una iniciativa que correspondía al rey anterior (que estaba facultado para hacer testamento según le pareciese), se eleva aquí a la categoría de principio constitucional con evidente anacronía y poco fundamento en el contexto de la época (que las generaciones posteriores hayan creído alguna de estas interpretaciones como ciertas, tal el caso de Inglaterra y la Carta Magna, fue consecuencia de la falta de rigor de los historiadores románticos, hoy por suerte desacreditados hasta en la misma Gran Bretaña, ”madre prematura” de los derechos del hombre en el siglo XIII). Por otro lado, los intereses catalanes prevalecen sobre los aragoneses tanto en el intento de crear un imperio pirenaico como en la posterior decisión de lanzarse al mar y buscar en él la expansión que la propia vitalidad exigía. Asombra por otra parte que Vicens acepte el lugar común, inadmisible para un historiador tan exigente, de la repoblación catalano-aragonesa de Valencia, convertida ésta así en una prolongación dual de los socios anteriores.

Los capítulos dedicados al siglo XIII y XIV (”El ápice medieval” y ”El comienzo de las disensiones hispánicas”), salvo en los puntos señalados en las consideraciones supradichas, certifican lo que cualquier visión de la España y la Europa de la época nos señala: un siglo XIII pletórico, expansivo y creador frente a un siglo XIV catastrófico en su segunda mitad (peste negra, guerras civiles, caos monetario). La crisis del siglo XV, por su parte, es mucho más ambigua: en la Corona de Aragón es una crisis económica que afecta sobre todo a Cataluña y provoca, a su vez, una grave crisis social; pero Aragón sale bastante bien parado a todos los niveles y Valencia conoce su época de mayor esplendor; la crisis en Castilla es una crisis política, y es la propia vitalidad económica del país (especialmente su comercio de exportación de lana) lo que permite a la nobleza disponer de los medios necesarios para enfrentarse a una monarquía claudicante.

La ”ordenación hispánica por los Reyes Católicos” va a estar orientada a resolver ambas crisis: la implantación de la autoridad real en Castilla con la ayuda de Aragón y la integración de esta Corona en un marco apropiado para responder al reto francés y a la desorganización del comercio mediterráneo. Aragón también aportará al nuevo conglomerado sus instituciones, y así la nueva monarquía hispánica será, en este sentido, una extensión formal de las bien experimentadas técnicas de gobierno y de control territorial de la Corona catalano-aragonesa. Esa voluntad continuista se va a reflejar, además, en el escrupuloso respeto de Fernando el Católico por las instituciones catalanas, fácilmente reformables por caducas (así opina Vicens) si el rey lo hubiese intentado.

La convergencia de intereses que llevó a una empresa común se va a cuartear más tarde (”La monarquía hispánica de los Habsburgo” y ”El vuelco hispánico y la quiebra de la política de los Austrias”) tanto por el exclusivismo castellano (monopolio de las Indias, castellanización de la dinastía) como por las suspicacias periféricas. El estallido de 1640 trajo el fracaso de la colaboración voluntaria y determinó, bien la simple secesión (Portugal), bien la reafirmación de la voluntad particularista dentro de una monarquía nuevamente respetuosa con los privilegios territoriales. Ese ”neoforalismo” (otro término de feliz destino historiográfico acuñado por Vicens) reconciliará a Cataluña con una Castilla internacionalmente humillada y postrada económicamente.

No pudo ser mejor el comienzo del reinado de Felipe V (”El reformismo borbónico”); como Vicens reconoce, variando su enfoque anterior (1952), el monarca confirmó los fueros y privilegios catalanes en las Cortes de Barcelona de 1702, pero la posterior entrada triunfal en esa ciudad del pretendiente austríaco demostró las renuencias catalanas, en principio injustificadas por los hechos. De este modo, la derrota austracista conllevó la derrota catalana y la pérdida de sus fueros e instituciones, al no resultar tan magnánimo Felipe V como sus predecesores Juan II y Felipe IV. El castigo, sin embargo, fue a su vez un revulsivo para su adormecida vitalidad: partícipe ahora tanto en el mercado peninsular como en el americano, todas sus energías se van a dirigir a reemprender el camino de la prosperidad económica. Vicens ve en este momento el origen del estereotipo del catalán práctico, ahorrador y afanoso. La convivencia se reanuda, pues, aun a la fuerza, en el terreno de los intereses individuales.

El fracaso final, en dos fases (1792, 1898) de los intentos de modernización del país (en el primer caso por un factor externo, en el segundo por los propios pecados), será considerado también como el fracaso de la fórmula política unitaria comandada por Castilla (”Castilla hizo a España, Castilla la ha deshecho”, dijo Ortega y lo repite Vicens). Una Cataluña optimista, burguesa, europeizada, en progreso, pedirá cambios en la estructura del Estado a una Castilla pesimista, desorientada, pero incapaz de ceder el monopolio del poder político. Tanto en el siglo XIX (”Política y economía en la España del siglo XIX”) como en el XX (”La crisis del siglo XX”), Cataluña buscará de distintas maneras la reordenación del Estado (primero mediante el carlismo, luego con el regionalismo y finalmente con el principio de autodeterminación según fue formulado por Wilson) sin negar su pertenencia a él. En este punto Vicens muestra siempre una óptica del problema en la que no cabe el ideal separatista, no sabemos si por prudencia (escribía en los años cincuenta y tenía a sus espaldas pruebas de lo peligroso de afirmaciones subversivas) o por una interpretación del catalanismo político cercana a la de Cambó y lejos de Maciá o Companys. El talante del autor y su honradez profesional nos hace inclinarnos por la segunda opción. En todo caso, a pesar de los inmensos problemas acumulados en la España del siglo XX y que desembocarán en la guerra civil, para Vicens es el tema político de la estructura territorial el que alcanza mayor relevancia Es una limitación impuesta por su perspectiva vital? Quizá, pero también hay que recordar que en 1978 ese fue el tema capital y la solución no ha andado lejos del análisis que Vicens Vives hace en estas páginas.

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