Biblioteca. Miley: “Nacionalismo y política lingüística: el caso de Cataluña”

Thomas Jeffrey Miley: “Nacionalismo y política lingüística: el caso de Cataluña”

Centro de Estudios Políticos y Constitucionales (Madrid), 2006

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Autor de la reseña: Josu Mezu. Publicada en “Revista de Estudios Políticos (nueva época), núimero 137, Madrid, julio-septiembre (2007), págs, 293-301.

Enlace: http://www.cepc.es/revistas/revistas.aspx?IDR=3&IDN=615&IDA=26402

El libro objeto de esta reseña presenta una ambiciosa y documentada crítica sobre varios aspectos de la política lingüística seguida en Cataluña en los últimos veinticinco años. Como el propio autor reconoce, la suya es una posición polémica, que desafía el discurso dominante entre las élites políticas y académicas catalanas. El libro tiene una estructura compleja (y a ratos desconcertante) porque su argumento se descompone en tres líneas de razonamiento principales, casi completamente independientes entre sí, que utilizan herramientas propias de tres subdisciplinas dentro de las ciencias sociales (Sociología Política, Derecho Constitucional y Teoría Política), y que voy a analizar separadamente.

Según la introducción, la tesis central del libro consistiría en demostrar que el resurgimiento nacionalista y la promoción de la lengua catalana son políticas promovidas «de arriba hacia abajo», que cuentan con mucho más apoyo entre las élites que entre el público, están íntimamente entrelazadas con intereses económicos y de clase que son escasamente reconocidos, y ocultan también la diversidad etnolingüística de Cataluña. Esta discusión ocupa al autor en la primera parte del libro, bajo el título «¿Quiénes son los catalanes?» (caps. 1 al 5), así como en el capítulo 6 «El conflicto latente sobre la política lingüística» y en gran medida el capítulo 10 «Las políticas del mal-reconocimiento (Misrecognition)». En todos ellos el autor utiliza dos fuentes principales de información: por un lado, para conocer las opiniones de la población general, datos de encuestas, fundamentalmente del CIS, pero también de diversas instituciones de investigación catalanas, u otras publicadas.

Por otro lado, y ésta es su aportación original y más relevante, el autor ha realizado una encuesta propia a élites políticas y sociales catalanas, cuyos resultados contrastan en muchos casos de manera muy llamativa con los de la población general. Concretamente, la encuesta se realizó a 56 parlamentarios, 131 políticos locales y 168 profesores de escuela primaria y secundaria, elegidos, en los dos últimos casos, aleatoriamente, con cuotas por territorios.

La inclusión de los profesores en este grupo de élites se justifica por su papel como encargados de aplicar la política lingüística en la educación, pero debe subrayarse una elección importante, que el autor sin embargo sólo menciona una vez (en el apéndice metodológico, en la última página del libro), que es que sólo se entrevistaron profesores de lengua (¿de cuál?) y de historia o ciencias sociales. En un contexto como el catalán parece probable que la especialización en una de esas asignaturas pueda estar asociada a preferencias ideológicas y políticas, y a características lingüísticas e identitarias, por lo que todo cuanto se dice en el libro sobre los profesores ha de ser interpretado teniendo en cuenta la peculiaridad de la muestra.

El capítulo 1 destaca la importancia de dos variables clave para la descripción de la sociedad catalana, que son el lugar de nacimiento (propio y de los padres) y la lengua o lenguas que se hablan y con la o las que uno se siente más identificado (definiéndose como catalanohablante, castellanohablante o bilingüe). Se expone con todo cuidado la composición de la sociedad catalana en relación con esas variables y se observa cómo hay mucha asimilación (todos los catalanoparlantes y muchos castellanoparlantes aprenden la otra lengua) pero relativamente poca aculturación (abandono de la lengua propia o autoidentificación como hablante de la segunda lengua aprendida). Por otro lado, aparece un rasgo que va a repetirse a lo largo del libro: las élites políticas (y educativas) son diferentes del conjunto de la población en rasgos importantes. En este caso se observa que son en mayor proporción nativos hijos de nativos (en esto destacan especialmente los parlamentarios), y son también en mucha mayor medida catalanoparlantes.

En el segundo capítulo se introduce la cuestión de la identidad nacional subjetiva (catalana, española o mixta, en diferentes grados), que se estudia junto a otras cuestiones relacionadas, como si se cree que la palabra más adecuada para referirse a Cataluña es nación o región, y sobre si España es una nación, un Estado plurinacional u otra cosa. Como ya sabemos por otros estudios, la mayoría de la población catalana escoge respuestas que reflejan una identidad mixta (española y catalana, con diferentes proporciones), y hay más catalanes que definen a Cataluña como región que como nación.

Las respuestas a esas preguntas están relacionadas entre sí (más identidad catalana se asocia a considerar a Cataluña como nación) y varían considerablemente en función del lugar de nacimiento y la ascendencia. Por otra parte, de nuevo, las élites resultan bastante diferentes. Por ejemplo, los que se consideran sólo catalanes o más catalanes que españoles son entre el 57 por 100 y el 67 por 100 de los entrevistados en los tres grupos de élite, frente al 33 por 100 en la población; los que consideran que España no es una nación sino la suma de varias naciones son entre el 71 por 100 y el 75 por 100 de las élites, pero sólo el 48 por 100 de la población.

El capítulo termina con las características que la población y las élites consideran indispensables para que alguien sea considerado catalán. Surgen aquí varias dificultades para el lector. Por un lado, si por las preguntas anteriores sabemos que muchos se sienten a la vez catalanes y españoles, y en diferentes grados, parece contradictorio pedirles que señalen la o las características que son necesarias para ser catalán, como si esta fuera una característica dicotómica que se tiene o no. Probablemente los encuestados piensen que un conjunto de características acumulativas (nacer en Cataluña, provenir de familia catalana, hablar catalán, sentirse catalán) contribuyen a la catalanidad de alguien, de forma que quien las tiene todas sería «muy catalán» y quien tiene sólo una o dos sería «algo catalán», pero la pregunta realizada, al parecer, sólo permitía a los entrevistados responder si cada una de las características separadamente es indispensable para ser catalán. Por otra parte, en esta sección se hace patente una dificultad importante que aparece a lo largo de todo el libro: ni en el apéndice ni en las tablas a lo largo del trabajo se incluye el texto literal de las preguntas planteadas a los encuestados. Esta me parece una omisión seria, pues, como bien dice el autor en la introducción, la redacción de las preguntas de un cuestionario es esencial para su buen fin, ya que es necesario hacer un ejercicio de comprensión, de ponerse en los propios ojos de las personas investigadas. Pero en este y otros capítulos le asalta a menudo al lector una duda (¿cómo se ha hecho la pregunta?) que queda sin respuesta.

Los capítulos 3 a 5 ponen en relación las respuestas sobre identidad nacional, el partido al que se vota, los sentimientos favorables a la independencia de Cataluña, el modelo de Estado preferido (centralismo, autonomía, federalismo, independencia), el apoyo a la Constitución, y otras cuestiones conexas, con variables sociodemográficas, como el tamaño del municipio de residencia, identidad lingüística, edad, género, clase social, religión, nivel educativo, lugar de origen, o con las ideas sobre si Cataluña es una región o una nación, o sobre la política lingüística (correcta, insuficiente o excesiva).

Por otra parte, en el capítulo 10 se examinan con más detenimiento los contenidos de algunos de los conceptos centrales del ideario nacionalista, subrayando los aspectos superficiales, engañosos o simplistas de ideas como la diferenciación, la normalización y el reconocimiento, que según el autor encubren en buena medida diferencias y desigualdades socioeconómicas o de clase.

Es imposible resumir aquí todos los hallazgos de estos capítulos, aunque en líneas muy generales se puede decir que en ellos se refuerzan y matizan algunos de los puntos principales de los capítulos anteriores: la gran diversidad de opiniones dentro de la sociedad catalana, la relación clara entre esas opiniones y las características demográficas destacadas en el capítulo uno (lugar de origen e identificación lingüística), la relación entre sí de varias opiniones sobre temas conexos (identidad nacional, identidad lingüística, carácter nacional de Cataluña y España, voto, deseos de independencia, satisfacción con la Constitución…) y el carácter en general más nacionalista de las élites, aunque con algunas matizaciones. Así, por ejemplo, sólo las élites educativas son más independentistas que la población, mientras que entre las élites políticas se da una división por partidos: son más independentistas que sus votantes las élites de CiU y ERC, pero menos las de IC y PSC.

El capítulo sexto representa en cierto modo la culminación de lo anterior, o una variación de lo anterior aplicado a la política lingüística. En él se muestra que el supuesto superconsenso sobre la política lingüística es mucho menor de lo que proclaman las élites políticas, ya que el amplísimo acuerdo que se da entre ellas no se corresponde con las opiniones de la población (que está mucho más dividida, aunque la mayoría sí coincide, en grandes líneas, con la política que se realiza). La diversidad de opiniones va en la línea que cabía suponer: las diferentes medidas tienen mayor apoyo entre los más nacionalistas, entre los que hablan catalán, entre los nacidos en Cataluña, y entre las personas de estatus socioeconómico alto… y esto sucede tanto entre las élites como entre la población, aunque con diferentes proporciones, ya que, por ejemplo, las élites castellanoparlantes son mucho más favorables a la política lingüística que la población castellanoparlante. El autor destaca de manera particular la discordancia entre las opiniones sobre la política lingüística de los castellanoparlantes, que son una mayoría aplastante de los votantes del PSC, y las posiciones sobre política lingüística de este partido, y concluye que, en definitiva, la política lingüística en Cataluña se ajusta casi perfectamente a las preferencias de los catalanoparlantes, y ha ignorado casi por completo las de los castellanoparlantes, lo que le lleva a poner en duda el carácter democrático de esta política (entendiendo que una política democrática no es una tiranía de la mayoría, sino que debe respetar a las minorías).

En conjunto, los capítulos 1 al 6 y el 10 constituyen una cuidada y detallista sociología política de Cataluña en torno a los temas de nacionalismo, identidad, y política lingüística. Los resultados relativos al conjunto de la población no son extremadamente novedosos, pues se apoyan en estudios de opinión pública ya conocidos y analizados por otros investigadores [Por ejemplo, entre otros, BARRERA (1985 y 1995), MCROBERTS (2001)]; aunque ciertamente pueden ser olvidados a menudo en el discurso político dominante en Cataluña. Pero sí constituye una aportación muy novedosa y sugerente el estudio diferenciado de las élites políticas y educativas, que plantea algunas preguntas importantes sobre el funcionamiento de la democracia catalana y española.

Sin embargo, hay que hacer algunas objeciones relevantes. Un libro que se propone poner en tela de juicio el construccionismo nacionalista incurre a veces en su propio construccionismo, al utilizar un término tan cargado semánticamente como el de comunidades etnolingüísticas para hablar de los dos grupos lingüísticos en Cataluña. La palabra comunidad tiene una larguísima tradición en sociología y sugiere un alto grado de conciencia de identidad propia y distinta de las otras comunidades, lo que no casa del todo precisamente con los hallazgos sobre las identidades mixtas dominantes entre los catalanes.

Otra dificultad es metodológica. Parecería lógico que en lugar de (o además de) estudiar separadamente, en tablas de contingencia, la relación entre, por ejemplo, identidad nacional y seis u ocho variables sociodemográficas (que a su vez, están relacionadas entre sí), se hiciera un estudio multivariable (una regresión logística, por ejemplo), que permitiera observar el peso relativo de esas variables sociodemográficas y si una o dos de ellas explican en mayor medida la variación que las demás. Esto hubiera permitido un análisis más breve, menos reiterativo, y mucho más concluyente.

Finalmente, el lector sufre cierta decepción cuando descubre que tras dedicar tantas páginas a describir la discordancia entre el público y las élites catalanas sobre temas claves de política general, y en particular de política lingüística, no se intenta prácticamente abordar la explicación de ese fenómeno.

Tanto el comportamiento de las élites como el de la población plantea preguntas a las que no encontramos respuesta. ¿Por qué han apoyado las élites del PSC una política que diverge tanto de la opinión de sus propios votantes? Teniendo en cuenta la considerable abstención entre su electorado en las elecciones autonómicas, ¿no hubiera sido rentable electoralmente un giro más «españolista»? ¿Por qué no ha sido más fuerte la disidencia interna al respecto (a la que se hace alguna mención tangencial en el capítulo 8)? Por otra parte, como se reconoce en el capítulo 7, los votantes no han carecido de opciones contrarias a la política lingüística, ya que, por ejemplo, en las elecciones autonómicas de 1995 el Partido Popular, con Aleix Vidal-Quadras al frente, presentó un programa claramente crítico con aquélla. El PP obtuvo entonces los mejores resultados de su historia en unas autonómicas (con el 13 por 100 de los votos emitidos), pero quedó sin duda muy lejos del potencial voto disconforme con la política lingüística, que según las encuestas sería más bien un 31 por 100 de los votantes. ¿Por qué esa disparidad entre el voto potencial y el voto efectivamente conseguido? ¿Quizá, como sugiere el autor, el superconsenso de las élites ha conseguido estigmatizar de tal forma las opiniones disidentes que los votantes no son capaces de reconocer sus propios intereses y se abstienen de votar a quien mejor les representaría?

Algo de verdad podría haber en este argumento, pero hay que tener en cuenta que Cataluña no es una sociedad cerrada sino que en ella son perfectamente accesibles medios de comunicación de ámbito español (periódicos, radios) críticos en general con el nacionalismo catalán y en particular con su política lingüística. ¿Tal vez lo que sucede es que la cuestión lingüística es sólo una más, y no la más importante, entre las que determinan el voto de los castellanoparlantes, de forma que muchos de ellos optan a sabiendas por un partido relativamente lejano de sus opiniones sobre temas lingüísticos porque lo consideran más próximo en el eje izquierda-derecha? A mi juicio, todas estas preguntas se derivan naturalmente del estudio realizado, y convendría responderlas para poder sostener, como hace el autor, que la política lingüística catalana tiene un déficit democrático.

Los capítulos 7 y 8 introducen una discusión completamente diferente, pues se adentran en la disciplina del Derecho Constitucional para defender la tesis de que la política lingüística seguida en Cataluña es contraria a la Constitución. Más concretamente, el capítulo 7 revisa las dos sentencias contradictorias que en 1994 dictaron el Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, sobre la Ley de Normalización Lingüística de Cataluña de 1983. El capítulo octavo examina el proceso de elaboración de la Ley de Política Lingüística (LPL) de 1998, desde el proceso inicial de consultas, pasando por el dictamen del Consell Consultiu, y hasta el debate parlamentario, exponiendo, a lo largo del proceso, las cuestiones más polémicas tanto desde el punto de la aceptación social como desde el punto de vista de la constitucionalidad, y explicando también, en el camino, las estrategias y decisiones de los diferentes agentes que tomaron parte en su elaboración. El autor acompaña la exposición de sus propias opiniones, que se resumen en que la política lingüística catalana, si no en su formulación literal, deliberadamente ambigua, sí en su aplicación, contradice el artículo 3 de la Constitución, pues en muchas ocasiones vacía de contenido la declaración de oficialidad del castellano en todo el territorio del Estado español (e incumple incluso algunos de los preceptos de las propias leyes catalanas). Lo cierto es que este argumento podría tener bastante peso, pero la manera de defenderlo resulta poco satisfactoria, ya que ni las sentencias del TS y el TC ni el largo debate de la LPL proveen de mucha información sobre la práctica cotidiana de la política lingüística catalana. Para hacer un argumento de este tipo habría sido más adecuado un estudio sobre el uso efectivo del catalán y el castellano en diferentes ámbitos de acción de la administración autonómica y local, donde en ocasiones efectivamente puede encontrarse que la oficialidad del castellano se reduce a una mínima expresión. Una amplia documentación sobre este fenómeno habría dotado de mucha mayor contundencia al argumento de la inconstitucionalidad (y habría permitido, de paso, describir de manera sistemática la política lingüística catalana, algo que se echa en falta en el libro).

En un nuevo cambio de registro, el capítulo 9 adopta el punto de vista de la teoría política para embarcarse en una tercera discusión, esta vez sobre si la política lingüística seguida en Cataluña es justa, proponiendo lo que el autor llama una teoría liberal de los derechos y obligaciones lingüísticos.

Tras una breve defensa de la teoría política liberal como punto de partida de su juicio sobre la legitimidad de las políticas, el autor examina, en primer lugar, para descartarlas, las diferentes argumentaciones en favor de las políticas de normalización lingüística que considera no liberales (derechos colectivos, valor de la diversidad cultural, injusticias históricas, el procedimiento democrático), así como otras de carácter liberal (discriminación positiva, derecho a comunicarse y/o a ser atendido en la propia lengua, derecho a la identidad cultural, derecho al reconocimiento), para terminar el capítulo ofreciendo su propia teoría de los derechos y obligaciones lingüísticos. Esta puede resumirse así: el Estado tiene el derecho y la obligación de asegurarse de que todos sus habitantes adquieran capacidades lingüísticas en la lengua franca, porque ello es necesario para la igualdad de oportunidades en el mercado de trabajo, así como para la participación política; el Estado liberal no puede imponer ninguna otra obligación lingüística con carácter general. En el caso catalán, esto justificaría que la Constitución imponga a todos el deber de conocer el español y sin embargo haría ilegítimo que el Estado impusiera con carácter general una obligación de conocer el catalán (y, por tanto, de promover su conocimiento en el sistema educativo haciendo su enseñanza obligatoria). Respecto al reconocimiento del catalán como mérito o requisito para desempeñar un trabajo (público, se entiende, aunque a veces parece que se extiende su argumento al sector privado), su interpretación es también minimalista: como nadie tiene derecho a que le hablen en su lengua, sino sólo en una lengua que conozca, y dado que el español es una lingua franca, el conocimiento del catalán no debería ser casi en ningún caso mérito ni requisito para desempeñar ningún puesto de trabajo.

Ésta es probablemente la parte más polémica del trabajo de Miley, y a mi juicio la más débil, por varias razones. En primer lugar, la manera sumaria con la que expone y refuta los argumentos favorables a la normalización lingüística (una o dos citas a favor y en contra, dos o tres páginas por argumento) no les hace justicia en la mayoría de los casos. En segundo lugar, su argumentación es, en ocasiones, demasiado simple: se dice, por ejemplo, que allí donde entren en conflicto los derechos individuales con los colectivos, los  primeros deben primar. Pero todos los Estados modernos limitan de innumerables maneras los derechos individuales en nombre del interés común, por lo que la discusión no se zanja con proclamar un derecho o una libertad, sino que continúa en torno a sus límites. En tercer lugar, el argumento de que el Estado tiene el derecho y el deber de imponer sólo el conocimiento de la lengua franca resulta circular, ya que la lingua franca se ha convertido en tal en gran parte (aunque no sólo) debido a que el Estado la ha impuesto. En último lugar, el autor establece una distinción radical entre lo que parece un derecho fundamental e inviolable a no saber ninguna lengua distinta de la lingua franca (¿es esto un derecho o un mero interés?) y el, para él, inexistente derecho (ni siquiera parece que sea un interés digno de alguna protección) a recibir atención por la administración o educación en la lengua propia, que sucumbiría siempre y en todo lugar ante el primero, de modo que el Estado no podría casi en ningún caso exigir o ni siquiera considerar un mérito el conocimiento del catalán (y su exposición hace dudar incluso sobre si las empresas privadas podrían hacerlo), ni podría tomar una sola medida de impulso del conocimiento de una lengua no franca. En algunas de las páginas más llamativas, Miley considera que el Estado debe combatir los prejuicios de sus ciudadanos, y entiende que la aspiración de un ciudadano a que la administración pública le atienda en su lengua es un prejuicio, comparable al deseo de ser atendido por alguien atractivo, o por alguien de la misma raza o la misma religión. Puesto que el Estado liberal rechazaría satisfacer estos tres últimos prejuicios, debe comportarse del mismo modo ante el primero y no discriminar a ningún aspirante a un puesto de trabajo porque desconozca la lengua catalana.

El derecho de cualquier español a tener un trabajo en la administración pública catalana sin aprender catalán, predominaría por tanto, en todo caso, sobre el prejuicio de los ciudadanos catalanoparlantes que desean recibir atención de la administración en catalán, que no merecería ningún género de protección, ni pequeña ni grande. Esto sería así incluso si todos y cada uno de los catalanes tuvieran el catalán como lengua materna, puesto que habría que seguir protegiendo el derecho de los castellanoparlantes del resto de España de ir a trabajar a la administración pública catalana.

Naturalmente, si no se comparte la interpretación del autor de lo que son derechos fundamentales y lo que son intereses o prejuicios que no merecen protección alguna, las conclusiones sobre una política lingüística justa desde una perspectiva liberal podrían ser otras muy distintas, como han mostrado por ejemplo Patten (2001) o Laitin y Reich (2003). En cierto sentido, puede decirse que Miley comete un error simétrico al de los nacionalistas a los que pretende criticar: si aquéllos dan un valor absoluto al contenido identitario de la lengua propia, despreciando aspectos comunicativos o de identidad de los hablantes de otras lenguas, él eleva a un valor absoluto el aspecto comunicativo de la lingua franca, ignorando todas las otras dimensiones de la lengua.

Las simetrías no acaban aquí, ya que si Miley considera poco democrática la política aplicada en Cataluña, por ignorar los deseos de una minoría relevante, él propone una solución que sería aún más dudosamente democrática, al contradecir los deseos de la inmensa mayoría de la población de Cataluña, según sus propios datos (sólo un 5 por 100 de la población defiende, por ejemplo, que la enseñanza en Cataluña sea sólo o mayoritariamente en español). Quizá olvida el autor un principio clásico del liberalismo, que es la idea de que son los propios individuos los mejores jueces de su propio interés, de manera que teniendo en cuenta la distribución casi igualitaria de los que se consideran castellanoparlantes y catalanoparlantes (con una minoría bilingüe) y el apoyo mayoritario también a políticas educativas y administrativas de plena cooficialidad, no se entiende muy bien cómo los principios políticos del liberalismo igualitarista pueden llevar a defender una política de monolingüismo en castellano.

Estamos, en definitiva, ante una obra ambiciosa, cuidadosamente elaborada, que hace aportaciones novedosas sobre todo en el campo de la sociología política de las élites políticas y educativas catalanas, y que plantea preguntas relevantes sobre la política lingüística catalana desde el punto de vista de su apoyo social, de su constitucionalidad y de su justicia. No todas las respuestas que el autor da a esas preguntas son igualmente persuasivas, pero sin duda merecen ser leídas y discutidas.

BIBLIOGRAFÍA

BARRERA, ANDRÉS (1985): Dialéctica de la identidad en Cataluña: un estudio de antropología social, Madrid, CIS.

—(1995): «Language, collective identities and nationalism in Catalonia, and Spain in general», European University Institute Working Paper, núm. 6/95.

LAITIN, DAVIDD. y ROB REICH (2003): «A Liberal Democratic Approach to Language Justice», en WILL KYMLICKA  y ALAN PATTEN (eds.), Language Rights and Political Theory, Oxford, Oxford University Press.

MCROBERTS, KENNET (2001): Catalonia: Nation Building without a State, Oxford, Oxford University Press.

PATTEN, ALAN (2001): «Political Theory And Language Policy», Political Theory, 29, 5, octubre, 691-715.

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Josu Mezo

“Revista de Estudios Políticos (nueva época)”, núimero 137, Madrid, julio-septiembre (2007), págs, 293-301.

Enlace: http://www.cepc.es/revistas/revistas.aspx?IDR=3&IDN=615&IDA=26402

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